lunes, 6 de agosto de 2012

RACISMO Y EXCLUSION

Las prácticas sociales que se erigen alrededor de la intolerancia y la exclusión presentan una historia y una genealogía. Ellas, en general, pretenden suprimir las condiciones que permiten una cierta igualdad de oportunidades para seres distintos, articulando discursos que privilegian a algunos grupos en particular en desmedro de los restantes. A partir de la Revolución Francesa y su credo en torno a la igualdad intrínseca de todos los seres humanos, resultó cada vez más difícil reafirmar las diferencias basándose en la tradición, las costumbres o la historia. De modo que las diferencias requerían un fundamento más sólido si se quería que los hombres mantuviesen su superioridad sobre las mujeres, los blancos sobre los negros o los cristianos sobre los judíos. Si lo que se pretendía era rebatir la condición de los derechos universales, iguales o naturales, debía entonces encontrarse una serie de explicaciones biológicas de la diferencia. Es decir, fundamentos científicos con los cuales sostener esas asimetrías. El concepto de raza cumplió un perfecto rol en tal contexto. Su elaboración es relativamente moderna y se remonta a finales del siglo XVIII. A punto tal que antes de que los primeros europeos desembarcaran en las costas de América no parece que existiera el concepto de diferencia racial. Desde principios de 1800 los investigadores trataron de dividir al conjunto de la humanidad en razas que pudieran diferenciarse científicamente en virtud de ciertos rasgos físicos invariables. Dos corrientes aparecidas por aquel entonces se unieron en el siglo XIX: la primera bajo el argumento de que la historia había presenciado el avance sucesivo de los pueblos hacia la civilización, y los blancos eran quienes más habían progresado. La segunda radicaba en la idea de que características hereditarias permanentes dividían a los pueblos por razas. El racismo como doctrina sistemática dependía de la conjunción de esas dos corrientes. Sin embargo, pese a las numerosas afirmaciones en sentido contrario, a principios del siglo XX los antropólogos no habían logrado establecer ningún criterio científico sólido para clasificar a la humanidad en razas. El imperialismo agravó y extendió esas falsas categorías. Al tiempo en que abolían la esclavitud en sus colonias de plantaciones, las potencias europeas extendieron sus dominios en África y Asia. Los franceses invadieron Argelia en 1830 y acabaron incorporándola a Francia. Los británicos anexionaron Singapur en 1819 y Nueva Zelanda en 1840 e incrementaron sin cesar su control en la India. En 1914, Francia, Gran Bretaña, Alemania, Italia, Portugal, Bélgica y España ya se habían repartido el territorio africano. En Europa se formó una relación simbiótica entre el imperialismo y la ciencia racial: el imperialismo de las "razas conquistadoras" dio mayor credibilidad a las pretensiones raciales, a la vez que la ciencia racial contribuía a justificar el imperialismo. En tal sentido, la historiadora Lynn Hunt señala que "el rasgo común de la mayor parte del pensamiento racista era una reacción visceral contra el concepto de igualdad". Aunque el antisemitismo moderno se edificó sobre los estereotipos negativos que los cristianos y otros grupos mantenían desde hacía siglos respecto de los judíos, esa doctrina adquirió nuevas características a partir de 1870. A diferencia de los negros, los judíos ya no representaban una etapa inferior de la evolución histórica como, por ejemplo, en el siglo XVIII. Ahora encarnaban las amenazas de la modernidad: el materialismo excesivo, la emancipación de grupos minoritarios y su participación en política y el cosmopolitismo "degenerado" y "desarraigado" de la vida urbana. No sería extraño, entonces, que ya entrado el siglo XX se conjugasen en Europa el racismo, el antisemitismo y el nacionalismo para, de ese modo, dar lugar a uno de los experimentos criminales más trágicos de la historia del hombre y de los pueblos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario